Empecé a escribir cuando era una niña. Solía componer poemas y creaba obras de teatro con mi prima que luego interpretábamos para la familia en Nochebuena. Soñaba con ser escritora de mayor, aunque nunca lo dije. Nadie supo de mi oculta vocación hasta que fui adulta y una persona que pasó por mi vida de forma tangencial se convirtió en la primera testigo de mis aspiraciones secretas. Era la madre de un alumno. Desde que nos conocimos conectamos. Nos caíamos bien y disfrutábamos de charlar un rato siempre que teníamos ocasión, pero no puedo decir que fuera mi amiga, nunca llegamos a ese grado de confianza y complicidad. Un día, no recuerdo bien por qué, me invitó a una cerveza en un bar para discutir algún asunto relativo a su hijo y a las clases. Hablamos de su hijo un poco y de nosotras un mucho. En un momento dado, mientras yo le decía que, aunque no lo pareciera, era muy reservada y ella me dijera que, en realidad, sí lo parecía, le confesé que, en el fondo de mi corazón, yo lo que quería era ser escritora. Por primera vez verbalicé algo que llevaba dentro toda la vida. No encuentro, por mucho que me esfuerce, una explicación convincente de por qué no le había dicho a nadie, ni siquiera a mi mejor amiga, cuál era mi mayor sueño. Supongo que tiene algo que ver con eso de que si confiesas adónde quieres llegar, todos te van a estar observando para ver si llegas o no, y pueden convertirse en testigos incómodos de tu fracaso. Ahora mismo, afortunadamente, eso me importa un carajo. O puede que el motivo por el que nunca había confesado mis intenciones de ser escritora tuviera que ver con una falta propia, con una falta de coraje que siempre me había llevado a negarme a mí misma mis verdaderas necesidades y deseos. Ya no.
Cuando hace unos años me puse a escribir más en serio, tampoco lo dije en voz alta. Solo cuando me uní a un grupo de escritores y empecé a escribir mi novela, me permití llamarme escritora y a verbalizarlo cuando alguien me pregunta a qué me dedico. De eso solo hace un par de años. Pero dos años son mucho tiempo.
Empecé la novela titubeante. De hecho, antes de empezar la novela que ahora estoy terminando, comencé otra, pero la tuve que abandonar porque no me sentía preparada para abordar una historia tan ambiciosa. Ya llegará el momento, o no. Digo que la empecé titubeante porque lleva tiempo desentumecerse y atreverse a expresar lo que se quiere con precisión y, sobre todo, sin pudor. No se puede crear desde el pudor o el remilgo. Para abordar cualquier obra creativa una tiene que estar dispuesta a desnudarse, a mostrarse vulnerable, a exponerse. De eso también me doy cuenta cuando escribo en este blog. De nada me sirve ocultarme, porque entonces todo lo que escribo suena hueco, como si mis palabras no se apoyaran sobre ninguna sustancia. En cambio, cuando me doy, las letras traspasan la página y adquieren forma en mi conciencia y en la de los pocos que las leen. Con la novela he seguido un proceso similar. Ahora, muchos meses después de iniciarla y justo cuando me aproximo al final, me doy cuenta de que muchas de las cosas que he escrito en ella no han sido del todo honestas, porque no me he dado al escribirlas, y yo no quiero ser ese tipo de escritora que se esconde detrás de una historia para que nadie sepa quién es —si es que eso es posible—, yo quiero escribir con todo lo que soy. Eso conlleva riesgos, pero estoy dispuesta a tomarlos, ya los estoy tomando al escribir este post. Por eso, necesito —casi— volver a empezar la novela y eso me produce a la vez cierto vértigo y cierta satisfacción. Vértigo porque pareciera que no he avanzado nada en dos años. Satisfacción por saberme mejor escritora que cuando la empecé, más yo, más honesta, más dispuesta a mostrar mis sombras y asumir las consecuencias. Y es que no se puede seguir con un proyecto, con un trabajo, con una relación, que empezamos cuando éramos unas, si ahora somos otras. Es mejor deshacerlo todo y volver a empezar.