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Lo Que Soy

Nuestros Nombres

Cómo nombramos las cosas es nuestra forma racional de dotarlas de identidad. Podríamos discutir si es cierto eso de que solo podemos pensar aquello que podemos nombrar, pero no es objeto de este texto entrar en el debate filosófico. Sí querría, sin embargo, hacer hincapié en la importancia del nombre como amalgama de todos los significados y connotaciones que le otorgamos a los objetos.

Si es importante el nombre que le damos a objetos y conceptos para ir construyendo nuestra visión del mundo, tanto más lo es el nombre con el que nos referimos a una persona. Esos nombre que en su mayoría no elegimos, sino que nos vienen dados, generalmente por nuestros padres, y que aportan un valor —mucho o poco— y una cualidad —ligera o pesada— a nuestra existencia.

Leía en Verne un artículo en el que varios inmigrantes, hijos de inmigrantes o españoles racializados, contaban su experiencia con sus nombres poco comunes para nuestros oídos ibéricos. Contaban muchos de ellos que habían decidido cambiarlos por nombres españoles tradicionales hartos de que nadie los entendiera, de que los pronunciaran mal y los escribieran peor; hartos de que pocos se tomen la molestia de darles el valor que merecen como seña de identidad. Otros, en cambio, resisten y persisten, sin importarles cuántas veces hayan de deletrearlos, haciendo oídos sordos a las bromas y risitas flojas, aferrándose a lo que son o a lo que creen ser. Alguno, incluso, en un precioso ejercicio poético, colecciona fotos de todas las tazas de Starbucks en las que su nombre aparece mal escrito (Thank U, Mr. Bolita).

Me pregunto por qué a los españoles nos cuesta tanto eso de los nombres. Si es cuestión de una falta de respeto y empatía rampantes o solo una falta de costumbre. Me pregunto, también, si no es precisamente la falta de costumbre la que hace que flaquee la empatía. Recuerdo una vez, hace muchos años, en la que en un programa de televisión Carod-Rovira se enfadaba con alguien que le llamaba José Luis en vez de Josep-Lluís. Su interlocutor, afectado, le pedía perdón y se excusaba en la dificultad de pronunciar el catalán. Josep-Lluís le decía que no entendía esa dificultad, cuando seguro que el señor sabía decir perfectamente Schwarzenegger, puede que incluso pudiera deletrearlo. Y es cierto, podemos decir Schwarzenegger, podemos escribir Starbucks, podemos deletrear Kardashian, pero se nos traba la lengua cuando alguien nos lanza un nombre africano o asiático. Un poquito de esfuerzo, por favor.
Necesitamos Nombres Nuevos, decía el título de la novela de la escritora zimbabuense NoViolet Bulawayo. Sí, necesitamos nuevos nombres, necesitamos más nombres. Los nombres se han utilizado históricamente para marcarnos, para distinguir bastardos de nobles, hombres libres de esclavos, aún hoy son un claro signo de posición social. Negando a otros la expresión de sus propios nombres, negamos su realidad y tratamos de estrujarla para que quepa en la estrechez de la nuestra. Negamos la amplitud del mundo. No sé vosotras, pero yo no quiero un mundo estrecho en el que solo haya Antonios, quiero un mundo amplio, diverso y luminoso en el que nuestros nombres sean casi tan variopintos como nuestra expresión genética.

Yo, que nací María Teresa, renegué de él, me convertí en Teresa y ahora vuelvo a ser Mariate, entiendo bien la calidez única de un nombre y sus matices para hacernos sentir en casa. Hagamos que todos se puedan sentir arropados siendo quienes son.