No_soy_Hemingway
Lo Que Soy

No soy Hemingway

Cuando llevas un tiempo asistiendo a talleres literarios ocurren dos cosas. Por un lado, que ves cuáles son sus límites, ya no hay engaño posible. Sabes qué tipo de comentarios vas a recibir cuando presentas un texto, sabes qué tipo de comentarios vas a dar cuando te leen un texto, sabes qué puedes aprender y qué no, qué es bien recibido y qué hace que el grupo frunza el ceño.

Dicho esto, si entendemos la literatura como un acto colectivo, como dice Fabián Casas, que primero se gesta entre un grupo de creadores y luego alcanza su expresión máxima en la intimidad entre el autor y el lector, los talleres literarios son de obligado y placentero cumplimiento para cualquier aspirante a. Pocas cosas me gustan más de mi vida, que llegar un viernes por la tarde a casa de Victoria con un texto fresco y beber Alhambra tras Alhambra mientras discutimos los méritos y vicios de los relatos propios y ajenos. Puro placer, pura vida.

La segunda cosa que sucede es un poco más delicada o puñetera, como diría mi abuela, y es que, durante un tiempo al menos, es fácil perder el norte y dejar de saber si es que en algún momento lo supiste quién coño eres, como persona y, lo que es peor, como escritora. Llegas al taller con tus mejores intenciones, con tus años de cientos de ¿puede que miles? lecturas a cuestas, preparada para darlo todo. Entonces empiezas a ampliar el registro, a leer a autores que no conocías, a profundizar en autores de tu gusto y en otros que no lo son tanto. Entonces te das cuenta, como dice Pedro Mairal, de que no vas a ganar el Nobel. Estás cara a cara con tus propias limitaciones. Y te deprimes, y te frustras, y piensas que esto de la creación literaria es una mierda como cualquier otra, que nada merece la pena, que lo único que nos queda para conservar la dignidad es el suicidio.

Además, en todos esos talleres, te hacen leer a muchos hombres, a Carver, a Foster Wallace, a Hemingway, sobre todo a Hemingway. Y un profesor bien intencionado te da a leer El río de dos corazones. Y lo lees. Y lo relees. Y lo vuelves a leer. A la quinta o sexta lectura te cansas de buscar sin encontrar y te rindes. Y llegas al taller. Y todo el mundo alaba la maestría del maestro de maestros. Qué maravilla. Qué gozo. Qué forma magistral del maestro de contar sin contar. Qué forma magistral de contenerse, como buen maestro. Qué forma de hablar de lo que no habla. Y te dicen que el texto en realidad va de la guerra. Y te quieres morir. No hay esperanza. Dónde coño habla este señor de la guerra, o dónde nos da una pistilla para que sepamos que está hablando de lo que no está hablando. No la hay, no lo dice, no lo cuenta. Se supone que lo muestra. Pero con tanta maestría de maestro que lo muestra sin mostrarlo. Y entonces te dicen que la clave del cuento está en la contención, en contenerse, en no dejarse llevar por descripciones, en no caer en el sentimentalismo dios nos libre del sentimentalismo, en ser seco, hasta dejar el texto tan pelado que no tenga ni alma. Yo no sé escribir así, te dices. Yo no quiero escribir así, anatema. Quizá debiera abandonar ya.

Pero sigues. Y llegas a otro taller. Empiezas a ver las cosas con más perspectiva. Escuchas otras voces, otras opiniones (al final, en este mundo posmoderno, todo se reduce a la opinión) y te das cuenta de que nada es tan malo, ni tan trágico, ni tan definitivo. Te das cuenta de que no eres Hemingway, ni falta que te hace. Te encuentras con un profesor que te dice todo lo contrario, que no te contengas, que lo des todo. Si total, ya hemos quedado en que el Nobel no lo vamos a ganar, pues mejor disfrutamos y escribimos como nos salga del coño ¿he dicho coño demasiadas veces en este texto?, que yo no voy a meterme con los méritos literarios de Hemingway porque, aunque podría, no me apetece, pero que no todo es sequedad, que también hay emociones e interioridad, sentimientos y excesos, poesía y delicadeza.

Yo no soy Hemingway, ni quiero serlo. Y estoy en paz con eso.