Aunque me da vergüenza confesarlo, no puedo negar que muchas veces me asalta el sentimiento de culpa materno, ese horrible crujido de tripas que te dice que no eres suficientemente buena como madre. Y, sí, no importa cuántos libros sobre feminismo hayas leído, ni importan las horas que hayas dedicado al autoconocimiento, al yoga o a la meditación, lo cierto es que, en muchas ocasiones —más de las que me gustaría—, siento que no lo hago bien. Esto siempre se agudiza cuando te sumes en el terrorífico mundo de la comparación, cuando miras a tu alrededor y parece que cualquier madre es mejor que tú, más cuidadosa, más responsable, más divertida.
A veces pierdo los nervios con facilidad y le hablo fatal a mi hija, a veces no me preocupo de hacerle la cena porque estoy cansada y dejo que coma pan o cualquier cosa que tenga a mano, a veces la dejo hacer cosas con las que no estoy del todo de acuerdo solo por no oírla. Pero de entre todas las fallas maternas capaces de hacerme sentir culpable, la que más me dispara el sentimiento atroz de la inadecuación es la falta de entrega. No soy una madre entregada, no me gusta casi nada jugar con mi hija, suelo pensar que tengo cosas mejores o más importantes que hacer. Así, cada tarde, después de comer, mi hija se pone a jugar, a hacer gimnasia, a pintar o a ver vídeos del YouTube mientras yo leo y escribo. De vez en cuando se acerca para proponerme alguna actividad en la que participar y yo intento zafarme con cualquier excusa. Prefiero leer, prefiero seguir dentro de mí, prefiero ocuparme de mis pensamientos. Cuando pienso sobre esto, me siento fatal. Qué tipo de madre prefiere pasar tanto tiempo sumergida en sus cosas, en vez de pasar tiempo de calidad (maldita expresión) con sus hijos. Pues yo. Así de mala madre soy.
Ayer le regalé una caja de rotuladores que le había prometido y ella me pidió que dibujáramos algo juntas. Yo accedí, pero antes de ponerme a ello, le aclaré que solo haría un dibujo. Solo uno, ¿vale?, después me dejas leer. Así de mala madre soy.
Por la noche, cuando llegué a casa de trabajar, me puse el pijama y me senté —más bien me tumbé— en el sofá a leer. Candela andaba por el estudio haciendo no sé qué con su padre. Al cabo de un rato apareció en el salón con mala cara. Se tumbó encima de mí y me abrazó fuerte, después me apartó el pelo de la cara y buscó mi oído. Siempre hace eso cuando quiere contarme algo que le da cierta vergüenza. Mamá, he tocado unas bolitas que tenía papá y él me ha dicho que son tóxicas, tengo miedo. Imaginé que se trataba de algún material de la impresora 3D con la trabaja Miguel. La abracé fuerte y le dije, también en su oído: No pasa nada. Solo son tóxicas si te las comes o si las tienes mucho tiempo en contacto con la piel. Ve a lavarte las manos y ya está. Fue a lavarse las manos ya con la cara más relajada. Cuando volvió se subió de nuevo encima de mí y volvió a abrazarme y volvió a quitarme el pelo de la cara y a buscar mi oído. Mamá, siempre haces que me sienta bien. Haces que me sienta bien y segura. Y me dio un beso. Yo la abracé. Después de todo no debo de ser tan mala madre.