A veces lo que no pasa nos marca más que lo que pasa. Esta es la historia de lo que no pasó y de lo que no pasa, y que, al no pasar, hace que pasen otras muchas cosas.
En el sitio del que provengo a veces pasa lo extraordinario. Intentaré, pues, narrar con el mayor rigor del que sea capaz todos los detalles que componen la historia, para que usted, lector, pueda hacerse cargo de la dimensión de mi drama.
Debe de hacer unos diez años, puede que un poco más. Espero que el lector excuse mi extravío con las fechas pues, como en breve comprenderá, este pequeño desvío es de escasa importancia para los hechos aquí narrados. Como decía, hace unos diez años que sufrimos la última baja en este pueblo. Lo que no pasa en este lugar, como el lector ya habrá podido suponer, es la muerte.
Martín Espinosa, así se llamaba el pobre. Digo pobre porque, si bien no es plato de gusto de nadie morirse, menos lo ha de ser hacerlo justo antes de que la parca decida dejar de visitar a tus semejantes. El desgraciado pereció, para más inri, de forma penosa, además de poco decorosa, cuando al agacharse en el río en el que pescaba para recuperar algún objeto —no se supo concretar el cuál— que se le acababan de caer, su cabeza quedó enredada en sus propias redes de pesca y ya no pudo deshacerse de ellas, quedando así, muerto, con el culo en pompa, y el pantalón abierto en un siete debido a la presión a la que las generosas posaderas del finado lo sometieron.
Después del desafortunado incidente, no hemos tenido noticia de ninguna otra defunción por aquí, ni natural, ni accidental, ni violenta. Podrá el lector pensar que puede que este sea un poblado pequeño, en el que habitan escasas familias y que, por tanto, la ausencia de muerte durante un tiempo limitado no es motivo de alharacas. Podrá quizás pensar que la nuestra debe de ser una sociedad muy joven a la que aún quedan muchos años para alcanzar el límite de la esperanza de vida media occidental. O, a lo mejor, se incline el lector por desestimar la originalidad del caso aduciendo que diez años tampoco son un período de tiempo significativo si consideramos los tiempos de la evolución biológica y los parámetros de significancia estadística. Permítaseme decirle, lector, que todo eso son pamplinas. Suspenda usted, mi buen amigo, la incredulidad mientras le informo de los detalles de lo acontecido, o lo no acontecido, según se mire.
Durante los dos primeros años que siguieron a la muerte de Martín nadie en el pueblo se percató de la anomalía. Fue en la misa que el párroco celebró con motivo del segundo aniversario de la defunción cuando todo el pueblo cayó en la cuenta. No por ellos mismos, vaya usted a pensar, que aquí andamos todos muy ocupados en nuestros asuntos y no tenemos tiempo de fijarnos en nimiedades. Fue por el comentario que el propio párroco hizo durante el sermón desde el púlpito. La muerte de nuestro hermano Martín, dijo el cura. Última que se recuerda en esta aldea, añadió. Nos tiene aún a todos compungidos, exageró. Lo que dejó compungidos a los presentes no fue el recuerdo del terrible suceso que acabó con la vida de Martín, siendo francos, los paisanos solo fueron a esa misa en busca de un sitio en el que refugiarse de ese sol de justicia que recalienta las voluntades, sino la liebre que soltó el curita. La última muerte.
A partir de ese momento todos en el pueblo comenzaron a hacer seguimiento de tan extraordinario fenómeno. El carnicero, incluso, decidió iniciar una porra de la fecha en que caería el próximo. Como esta no llegaba, nuestro vecino vio la oportunidad de seguir indefinidamente con tan lucrativo negocio, y añadió otra porra en la que se puede apostar por quién será el siguiente vecino que la espiche. A mí particularmente esta última porra me parece de muy mal gusto, incluso me da mal fario, pero ahí andan mis convecinos, sin parar de apostar. De momento, después de diez años y pico, el párroco encabeza todas las apuestas, aunque, sinceramente, yo creo que los vecinos lo hacen por seguir con la broma, ya que el cura repite cada domingo que no se debe jugar con los designios de Dios. Broma o no, el caso es que el carnicero metido a corredor de apuestas se mandó construir una casa enorme, de piedra de la buena, con la fortuna que había amasado.
Otros vecinos optaron por otras vías de explotación. El señor Vedasto y la señora Rosa, jubilados como estaban hace diez y subsistiendo con la mísera pensión que al señor le quedó, tuvieron la visión de emprender un negocio de curandería. Negocio seguro, claro, en estos tiempos en que la muerte no pasa por aquí. Lo ha supuesto usted bien, sí, se forraron también. En realidad todos los vecinos se dan cuenta de lo fraudulento de la empresa pero, ya sabe, ninguno se atreve a llamarles al orden, por si acaso. Ahora la señora Rosa va toda engalanada a misa, el cuello y los dedos cargadas de alhajas, los vestidos de seda de la China, que yo creía que los de la China era lo malo y lo barato, pero se ve que no, que la seda de la China es lo más. Hasta hay quien dice que el matrimonio ha rejuvenecido con la práctica de las malas artes.
En fin, a lo que iba, que divago. Esta es la historia de lo que no pasa. Yo, cuando lo de Martín, tenía solo ocho años, así que ahora me encuentro en mi tierna juventud. Casadera como estoy, no quiero que se me pase el arroz, así que me he puesto a la búsqueda activa de marido. El problema es que ahora aquí nadie tiene prisa para nada. Si ya verá usted que como sigamos así, acabaremos como los inmortales esos de los que hablaba Borges, viviendo como las piedras, sin movernos de pura pereza. Los dos hombres del pueblo con los que he tenido tratamiento para ver si llegábamos a entendimiento vinieron a decirme lo mismo: Marita, vamos despacio mejor, que total no hay prisa. Y prisa, lo que se dice prisa, pues puede que no tenga, pero me da yuyu, terrorcito, como le conté al párroco el otro día bajo secreto de confesión, que no funcionen mis rezos a la virgen, virgencita, virgencita, que no me quede como estoy, y sea yo a la que se lleve la parca si decide un día volver por aquí, porque en la historia de lo que no pasa, lo que sería una pena enorme que pasara es que una joven lozana, de carnes prietas y espíritu caliente, se fuera para el otro barrio sin que hubiera pasado lo que tiene que pasar.