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Lo Que Soy

La vida esperando

Me he pasado la vida esperando. Iba a empezar este texto diciendo que tengo la sensación de haberme pasado la vida esperando, pero no, no es una sensación, es la realidad más cruda.

Cuando era niña vivía en el presente, porque los niños no saben vivir de otro modo, pero siempre pensando que algún día sería libre, algún día futuro, cuando fuera mayor, podría ser quien quisiera ser. Entonces no tenía ni idea de lo tirano que es el futuro, que nunca llega; al igual que el horizonte, no existe, aunque en nuestros mapas mentales le demos carta de realidad física.

Supongo que una empieza de verdad a proyectarse en el futuro en la adolescencia, cuando todo es en potencia y nada es en realidad. En esa etapa en la que todo está en transformación y nuestro cuerpo en ebullición, en vez de enseñarnos a navegarnos por dentro, nos invitan a esperar. Ya lo harás cuando seas mayor. Y ahí comienza la eterna espera.

La primera juventud no la recuerdo muy diferente. Ya era mayor, pero no lo suficiente, tenía muchas cosas que anhelar —era casi un imperativo—, cosas que cuando llegaran, entonces sí, podría empezar mi vida. Necesitaba independencia física —vivir en mi propia casa— y económica —vivir por mis propios medios—, necesitaba un hombre que me eligiera y me validara, necesitaba ser más guapa y más delgada. Cuando fui más guapa y más delgada y encontré un hombre que me eligió y validó, me di cuenta de que todo eso estaba hueco, que el futuro tenía que ser otra cosa, y seguí esperando.

Encontré trabajo, pero no era lo suficientemente bueno; me mudé a mi propia casa, pero no era lo suficientemente grande; me casé, pero el amor siguió siendo el mismo; tuve una hija, pero para ser madre de verdad hay que tener dos; me empoderé, pero aún me quedaban lastres de los que despojarme.

El año pasado, por enésima vez, puse mi vida en suspenso para iniciar una nueva espera: me sacaría unas oposiciones y, entonces sí, ese sería el futuro soñado, entonces podría vivir, con un salario fijo y un buen horario. Afortunadamente, llegó la pandemia. (Sí, lo he dicho, he dicho afortunadamente). Ahora lo veo claro: no hay futuro, y no lo digo en absoluto desde la falta de esperanza, es que no existe ninguna realidad física que lo albergue y a la que haya que llegar; solo hay presente; si somos algo, solo somos ahora. Yo ya no espero. Me he hartado de esperar. Yo quiero vivir mi vida ahora, hoy, en este preciso instante en el que dejo que fluyan las palabras y las plasmo en esta página. Yo quiero ser experiencia y sentir la vida en toda su brutalidad y su belleza. Hoy. Mañana no existe. Nunca existirá.

Leía ayer estas hermosas palabras de Henry Thoreau (que decidió abandonarlo todo e irse solo a vivir en el bosque, donde escribió su obra más célebre, Walden) y lloraba de belleza. Decía Thoreau:

«Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome solo a los hecho esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido. No quería vivir nada que no fuera la vida, pues vivir es algo muy valioso, ni tampoco practicar la resignación, a no ser que fuera absolutamente necesario. Quería vivir intensamente y extraer el meollo de la vida, vivir de manera tan dura y espartana como para apartar todo lo que no fuera la vida, surcar una divisoria y llevar la vida hasta un rincón y reducirla a sus elementos básicos y, si resultaba mezquina, obtener entonces toda su absoluta mezquindad; y si fuera sublime, saberlo por experiencia y poder dar cuenta de ello en mi próxima excursión.»

Y así, llorando emocionada ante lo asombroso que es el mundo o asqueada por lo cruel, quiero vivir cada día del resto de mi vida. Por eso escribo esto, por eso creo, por eso dibujo, porque es la manera más valiosa que he encontrado de conectar con lo que soy.