Ocurre a menudo. En un museo de arte moderno, los comisarios seleccionan una serie de obras representativas de un determinados movimiento, o contexto o momento histórico. Lo preparan todo para que los espectadores se deslicen con fluidez de una obra a la siguiente. Poco importa que no entiendan nada, poco importa que ni siquiera estén allí para eso. De repente, un espectador díscolo se desvía de la línea trazada —suponemos que sin ser consciente de hacerlo— y traza un camino alternativo. Llega ante el carrito del personal de la limpieza o ante el extintor del recinto, y se para allí, a contemplar lo que no debe. No tardará alguien en llegar —puede que otro espectador, puede que un vigilante, puede que un empleado del museo o galería— a sacarlo de su error, a evitarle el bochorno, a reconducirlo hacia el camino trazado. No mire usted eso. Eso no se mira. Eso no forma parte de la exposición. Eso no es arte. ¿Y quién lo dice?, pregunta el díscolo. La autoridad, le contestan.
Pero el arte, como todas las cosas que importan, es cosa de dos. Una parte, la intención, corre por cuenta del artista, que puede decidir si quiere moverse en terrenos estrictamente figurativos o deslizarse hacia obras más contenidas o más abstractas a las que la otra mitad, el espectador o el lector, tendrá que poner mucho de sí mismo para completar. La otra parte le corresponde a quien se sumerge en la obra, al espectador, al lector, y solo a él, que completará la obra con parte de sí mismo y decidirá para sí, y solo para sí, si eso que el artista le propone le remueve algo por dentro o si, por el contrario, lo deja frío como una piedra.
Si algo es arte, pues, lo es porque artista y observador han formado un todo que ha transformado lo banal en significativo, lo huero en significante. Han mirado donde no había nada y han sacado de la nada un mundo nuevo, revestido de otros significados.
Si algo es arte, pues, lo es porque artista y observador se han aliado contra la desidia de lo cotidiano.
Si algo es arte, pues, lo es porque artista y observador se han atrevido a desafiar a la autoridad, a quienes deciden qué vale y cuánto, qué es meritorio y qué no lo es, qué debe exhibirse y qué esconderse.
Si algo es arte es porque hay sincronía entre creador y consumidor.
Lo único que le podemos pedir al dúo formado por artista y observador es que sean honestos, que no nos traten de engañar ni se engañen a sí mismos, que no quieran mostrar lo que no han encontrado, que no falseen las preguntas que se plantean.
Por eso, si un espectador decide libremente mirar hacia donde le han dicho que no debe y allí, formando equipo con la señora de la limpieza o con el técnico de prevención de incendios, encuentra belleza, u horror, o preguntas sobre el mundo, o verdades universales, nadie, ninguna figura de autoridad, podrá arrebatarle lo encontrado, nadie podrá decirle que se ha desviado del camino marcado y que en el otro, en el desvío, no hay nada. Porque quizá en el desvío encontremos la verdad.
Por eso, si un artista se da a la creación desde la falta de rigor, desde la técnica defectuosa, desde las ideas más manidas, pero en esa falta de elevación encuentra su camino, sus preguntas e incluso alguna respuesta, ninguna figura de autoridad podrá decirle que su arte no es válida.
Tenemos derecho al arte. Tenemos derecho a ser artistas. Tenemos permiso incluso para ser malos artistas.
Desde mi propia conciencia de mala artista de trazos imprecisos y escritora que apenas comienza a encontrar su voz, empiezo este blog. Para explorar lo que me fascina, para desentrañar lo que me obsesiona, para indagar en mis preguntas. Y si en este camino, logro hacer dupla con algún lector al que lo que yo escriba pueda llevarle a donde necesita ir, entonces, todo habrá merecido la pena.