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Girasoles y lantanas

Hace unos días Candela trajo a casa un vaso de plástico que hacía de maceta con un tallo que había germinado de las semillas que había plantado en el cole. Es un girasol, me dijo, y puede llegar a medir metro y medio de alto. Lo colocó en una de las estanterías del salón, sobre un plato de plástico naranja cortesía del Ikea y allí estuvo durante varios días. Lo regó unas cuantas veces, pero no se le ocurrió ni a mí tampoco que el girasol necesita sol y que en ese estante solo recibía luz, pero no sol directo. Al cabo de unos días se marchitó. Lo sacamos al balcón porque tuvimos la epifanía de que quizás lo que le faltaba al girasol era sol precisamente. Pero fue demasiado tarde. Murió. DEP.

Mi hija, que es muy sentida, se puso fatal. Ella ya se había imaginado viviendo con un girasol de metro y medio en casa durante el resto de sus días y el tallito que salió apenas alcanzó los cuatro centímetros antes de volverse marrón y troncharse para volver a hundirse en la tierra y ser polvo de nuevo. El ciclo de la vida, le dije, intentando sacar una lección provechosa de tan luctuoso evento. Sí, sí, ya, mamá, me contestó ella con la displicencia de quien habla con un milenial geriátrico, pero yo quiero un girasol o unas margaritas o ambos. Se puso tan insistente y yo me sentía tan culpable por no haber sido capaz de mantener viva a la dichosa planta ni siquiera el tiempo suficiente como para que ella hubiera perdido todo el interés en el bicho, que tuve que decirle que sí.

El viernes, en mi reunión semanal con mis amigos escritores, no pude más que fijarme en las preciosas macetas que Victoria tiene en su terraza donde nos reunimos a hablar de literatura, aunque a veces parezca que la literatura solo es una excusa para juntarnos y beber cerveza, entre ellas unas espectaculares margaritas y un girasol. Yo, que sentía que la envidia me roía por dentro, me aventuré a preguntarle por su secreto para tener semejante edén en la terraza. Victoria me confesó que durante toda su vida siempre había matado todas las plantas que había tenido hasta que un día un antiguo amor le regaló unos narcisos preciosos que consiguió cuidar y que le dieron muchos hijitos que fue regalando y que, desde entonces, había tenido siempre muchas plantas. El secreto, me dijo, es tratarlas con cariño, regarlas, hablarles. Yo no estaba muy convencida de estar preparada para ponerme a hablarle a las plantas, pero el hecho de que ella me confesara que antes también las mataba a todas, me hizo tener esperanza en que, quizás, también había curación para mí, que una vez maté, incluso, un aloe vera (true story).

Con la fe crecida, al día siguiente, sábado, me fui por la mañana con mi hija al mercado en busca de algunas plantas con las que redimirme de mi pasado aniquilador. En el puesto que nos había recomendado Victoria no tenían margaritas, nos dijo la florista que posiblemente ya no trajeran más por el momento, pero sí unos girasoles preciosos. La tendera nos eligió uno que tenía muchos capullos por florecer y que estaba bien lustrosos. Nos lo llevamos. Candela, además, se fijó en una plantita con flores amarillas y rosas. Yo, cauta, pregunté primero si esa plantita con pinta de frágil sería capaz de resistir el sol de justicia que pega en mi balcón durante todo el verano. La florista y el floristo me dijeron que sí, que la lantana está hecha para el sol y la intemperie y que crece mucho, que se hace arbusto, que tendría que podarla. Me dio un poco de miedo la idea de que la tal lantana invadiera mi balcón y luego mi casa, pero su épica capacidad de resistencia me sedujo y me la traje también a casa.

De todo esto hace solo cuatro días, pero ya me he acostumbrado a salir por las mañanas al balcón, regar mis plantas y decirles cosas bonitas. No sé si en tan poco tiempo de convivencia con esos seres tengo derecho a atribuirme algún mérito, pero no me puedo resistir a terminar el texto presumiendo de que al girasol ya le han florecido tres capullos. Esto debe de ser adictivo porque ya estoy pensando en comprar unas cuantas plantas más para mi terraza.