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Lo Que Soy

El mundo hoy

Me levanto cuanto aún es de noche y pongo una taza de agua a calentar en el microondas. Me acerco hasta la mochila que me llevo al trabajo porque recuerdo que allí dejé una bolsita de rooibos especiado que me regaló mi amiga Victoria. Lleno la bolita metálica de hebras aromáticas y la sumerjo en el agua, que la acoge con entusiasmo, inundándola, haciendo que espirales de agua coloreada se expandan de abajo arriba por todo el recipiente. Rodeo la taza con las manos porque me gusta sentir el calor del agua hirviendo a través de la cerámica. Salgo al balcón. Los pájaros de mi barrio ya han empezado a cantar, el amanecer se acerca. La brisa de la mañana es fría, pero yo tengo las manos calientes. Me las llevo al pecho para sentir el calor dentro y el contraste con el frescor de la madrugada en la cara me llena de paz. Es mi momento favorito del día, cuando todos aún duermen y el mundo me pertenece.

El aire huele a pino y a ropa limpia y a secretos sin contar y a alcobas silenciosas y a sueños inconfesables. Doy sorbos grandes al té, que aún humea, porque me gusta sentir que me llana la garganta y me recorre por dentro. Cojo el móvil para leer los titulares del periódico —para saber lo que hay que pensar, como dice Nacho Vegas—. Siguen los bombardeos sobre Gaza; miles de emigrantes marroquíes y subsaharianos entran en Ceuta en unas solas horas. Dos historias, una misma realidad: seres humanos indeseables para otros seres humanos.

Adela Cortina acuñó el término aporofobia para referirse al miedo al pobre o desfavorecido, y a mí me parece que es mucho más preciso para describir lo que nos pasa en occidente que otros como racismo o xenofobia, aunque estos también existen. Hoy, en Ceuta, los niños no han ido al colegio, la gente no ha abierto las tiendas, tienen miedo de que los inmigrantes formen una turba. Miles —ocho mil según las noticias— de inmigrantes, la mayoría chavales, se agolpan en las calles de un polígono industrial cercano a la playa del Tarajal. Tienen hambre, tienen sed, no tienen nada más.

Los soldados españoles tapan con mantas térmicas a los que llegan exhaustos e hipotérmicos. La imagen me asquea. No por lo que hacen los soldados, sino por la hipocresía que representa. Queremos que nuestros soldados no se manchen las manos porque nos incomoda mirarnos al espejo y enfrentarnos a la realidad de la sociedad que formamos. Sin embargo, en todos los periódicos y tertulias se condena la pasividad de la policía marroquí por no impedir “la invasión”. Esperamos que los problemas desaparezcan cuando no los vemos. Si Marruecos mantiene alejados de la frontera a los miles y miles de emigrantes que llegan allí con la intención de, algún día, cruzar a Europa, no nos importa los métodos que emplee, nos son de los nuestros, nuestra europeidad queda a salvo cuando son nuestros menos civilizados vecinos los que nos hacen el trabajo sucio. Qué asco.

El gobierno, por su parte, se afana en dejar muy claro que el Rey de Marruecos es nuestro amigo, nuestro queridísimo vecino, y le dedica genuflexiones mientras suplica que, por favor, mande a sus oficiales a pegar porrazos y lanzar pelotas de goma a esa horda de pordioseros que quieren llegar a nuestra tierra y disfrutar de nuestra riqueza. Como si la historia no les hubiese dejado claro ya que la riqueza no se comparte, no es de todos, es de quien la roba.

Veo a todos esos chavales tirados en la playa y me pregunto qué piensan. ¿Acaso creen que les espera el paraíso?, ¿una tierra de oportunidades? Les espera el infierno. Un infierno hecho de CIEs y laberintos burocráticos de los que no podrán escapar. Nuestro muy progre gobierno de izquierdas no hace nada por mejorar su situación; los voceros de derechas los utilizan como chivos expiatorios de todos los males patrios. Los chavales se pudren en cárceles —que, por supuesto, no llamamos cárceles porque somos muy civilizados— o en guetos y luego nos echamos las manos a la cabeza cuando un día dos o tres de ellos deciden inmolarse en medio de una multitud. Occidente apesta. Europa apesta. Hoy es un día de sangre para mí. Sangro porque menstrúo y sangro porque cuando sangro me duele el mundo, me duelen los chavales sin futuro, me avergüenzo de mi propia hipocresía.

Ya no oigo a los pájaros, solo el ruido de los coches que se dirigen al polígono industrial a cumplir con su deber de ciudadanos ejemplares dejando el aire irrespirable por los litros de gasolina quemada. Cierro la página del periódico, apago las noticias y entro en Zara online a buscar unas camisetas que comprarme.