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Lo Que Soy

Cuando no pasa nada

Dicen que la ausencia de noticias son buenas noticias, y esto, que puede ser verdad en algún contexto, no es verdad cuando una trata de escribir sobre las cosas de la vida. En este caso es mejor que pasen cosas, que la vida se llene de anécdotas, de pequeños gestos que podrían resultar insignificantes, pasar desapercibidos para otros, pero no para la escritora, que luego puede jugar con ellos, deformarlos para darles vida en forma de historias. Leía hace unos días a Pedro Mairal redundando en esta idea, confesando que él necesita que le pasen cosas para poder escribir. ¿Es ese también mi caso? ¿Puedo escribir a pesar de tener una vida copada de monotonía? ¿Es posible acaso convertir en algo digno de ser leído el más mundano de los días? Estoy convencida de que sí, que una gran escritora puede describir lo banal de la forma más bella, posando la mirada en los detalles que dan color a cualquier instante, sin necesidad de que sucedan cosas extraordinarias. Sin embargo, es más fácil partir de mejor materia prima. Cuando lo insólito sucede y tú, por caprichos del destino, te eriges como testigo presencial, te encuentras servido de ingredientes de primera para cocinar lo que sea que te apetezca; con la nevera vacía es mucho más difícil ser un gran chef.

Me muevo en la predictibilidad de las rutinas asentadas. Cada día me levanto a la misma hora, sigo la misma rutina matinal —ritual, lo llaman ahora los gurús del wellness—, mi menú es el mismo semana tras semana, de modo que como hoy es miércoles sé que tocan legumbres, escribo cuando puedo, me siento frente al ordenador a trabajar en el proyecto de turno, por las tardes voy a la academia a ver a los chavales, que me dan la vida, me voy a la cama temprano y vuelta a empezar. Incluso los fines de semana se han vuelto iguales unos a otros, salgo por la mañana con Candela a pasear, quedamos por la tarde con amigos, me reúno con los escritores de Elda los viernes y con los argentinos cada dos sábados. No hay lugar para la improvisación. Sin embargo, me siento segura y cómoda en mi vida, casi diría que feliz. ¿Puedo escribir entonces? ¿A quién le podría interesar leer sobre la cotidianeidad de alguien tan poco interesante? Mientras me pregunto sobre esto y casi me convenzo de que en mi vida no cabe la literatura, sigo escribiendo.

What goes around comes around o como dice Bunbury —el Bunbury bueno— a todos nos sucede lo que sucede y, a lo mejor, es ahí y no en ningún otro lugar, en ningún escenario fantástico o exótico, sino en lo que a todos nos pasa, en lo ordinario que nos sirve de espejo, donde duerme la literatura. Por si acaso es así, decido seguir escribiendo.

Esta noche he soñado con un ex. Ha sido un sueño extraño, de esos que sin llegar a pesadilla se sienten inquietantes. Coincidíamos en una cena porque ambos íbamos a colaborar con un proyecto para una organización que, creo recordar, se dedicaba a la cooperación internacional. Y —oh, maravillas del subconsciente— la importante cumbre se celebraba en una terraza con sillas de plástico de Mahou de un burger muy cutre. Cuando él llegaba y me veía, hacía un gesto ostensible de disgusto, no de los que salen espontáneos e incontrolables, sino de esos que se hacen para que los vea el otro. Después recorría toda la terraza para sentarse en el sitio más alejado posible de mí. Y yo me hundía en la silla y sentía profunda vergüenza y una tristeza feroz, de esa que solo podemos sentir cuando anhelamos lo que nunca tuvimos. En el sueño intentaba disimular, seguir la conversación, fingir que nada me perturbaba mientras intentaba entender por qué estaba tan afectada por que alguien que pasó fugazmente por mi vida mostrara desagrado al verme. Los jefes de la organización, que ocupaban las posiciones más prominentes en sus tronos de Mahou, hablaban sin parar de las múltiples virtudes del enorme proyecto en el que todos los presentes nos íbamos a embarcar, pero yo ya no escuchaba, yo rumiaba y rumiaba, como hago siempre que algo me perturba e intento racionalizarlo en busca de una explicación que le resulte satisfactoria a mi insistente psique. El sueño seguía y luego terminaba y yo me despertaba y no sacaba ninguna conclusión.

Pero eso ocurría en el sueño. Ahora ya no estoy soñando, ahora escribo y soy la dueña de las palabras, de los sueños y de las conclusiones, y concluyo que lo más doloroso del encuentro no es el gesto grosero, sino el darme cuenta de que no he dejado una huella imborrable en la conciencia de alguien con quien compartí intimidad, al menos no una huella bella. Pasé por su vida como una ráfaga de viento, levantando si acaso una leve polvareda. Y eso es costoso de asumir para cualquiera, pero más para una escritora, que al escribir pretende conjurar la eternidad. Cuando escribimos,  en el fondo, queremos que nuestras palabras muevan por dentro y perduren, y nos damos de bruces con la incómoda verdad: que nada de lo humano está hecho para perdurar, ni siquiera la mejor literatura.