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Lo Que Soy

Amor por los libros

El sábado por la mañana salimos Candela y yo de camino a la librería. Ella quiere comprar un tomo de Isadora Moon, pero de los gordos, me aclara. Yo, como siempre que voy a una librería, prefiero dejarme sorprender, aunque tengo varios títulos en mente. Las calles están animadas. Mucha gente ha decidido salir de compras. Se agolpan en la droguería, suben por Juan Carlos I en distintas direcciones, a la zapatería, a la tienda de medias, a alguna de las tiendas de ropa. Nosotras tomamos la bocacalle después de la lencería, ahí, enfrente de una de esas tiendas de segunda mano en las que puedes encontrar cualquier cosa, se encuentra una de las dos librerías que quedan en el pueblo.

En los últimos meses, el interés de mi hija por los libros ha ido creciendo. Desde que se soltó con la lectura, le apetece tener sus propios libros. Movida por la imitación, ha mostrado mucho interés por los libros desde mucho antes de aprender a leer. Cuando era un bebé —con apenas un año—, se sentaba a mi lado y cogía algún catálogo que hubiera por casa y hacía como que leía. Siento no haberle hecho una foto en uno de esos momentos. La imitación: la más poderosa de las fuerzas por las que se forja el carácter humano. Ahora que es ella por iniciativa propia la que reclama tener su propio espacio y elegir sus propias lecturas, no puedo más que sentirme orgullosa. Y es que, si solo pudiera lograr inculcarle una cosa a mi hija, elegiría sin duda la lectura. No porque quiera que sea mejor, más culta, más intelectual, sino porque quiero que sea libre, que aprenda a pensar, y no he encontrado ningún otro modo más eficaz de deshacerme de las cadenas más pesadas, las que nos impone el pensamiento estrecho.

En mi casa siempre ha habido libros. Aunque ninguno de mis padres ha sido un ferviente lector, yo siempre me he sentido intrigada por lo que los libros esconden. Recuerdo varios episodios de mi infancia que me han marcado como lectora.

El primero: estoy en el salón de mi casa observando los libros de la estantería, debo de tener unos ocho años. Busco un libro que leer, recorro los lomos en busca de algo a lo que asirme, algo que me dé una pista que me permita entrar en los secretos que ese libro guarda para mí. Me detengo en uno de ellos. Es fino, es rojo, lleva la palabra rojo en el título, es El libro rojo de Mao. Intento reunir valor para pedírselo a mi madre porque no alcanzo, está en la parte alta de la librería. Cuando por fin la llamo y le indico el libro que quiero me dice que no, que ese libro no es para mí, que soy muy pequeña. Eso me enseña que, según los adultos, hay libros que un niño no debe leer; eso me enseña que yo jamás le diré a mi hija que no lea un libro que despierta su interés, esté o no esté preparada, tenga la edad que tenga. Uno tiene que leer siguiendo con libertad sus propios intereses y curiosidad.

El segundo: es verano y estoy en la playa de vacaciones. Cada viernes colocan el mercadillo de comida y ropa debajo de mi casa. En uno de los extremos del mercadillo, casi debajo de mi balcón, junto a las viejas cabinas telefónicas azules, colocan un par de puestos de libros. Voy a echar una ojeada con mi amiga V. Ella es algo mayor que yo y yo la admiro. Es inteligente y sofisticada. Me lleva a los puestos de libros y ambas nos ponemos a hojear los cuentos de colores brillantes y olor a tinta fresca. Me enamoro de un tomo grande. Pregunto tímidamente el precio y el dependiente, un señor amable aunque desaliñado, me sonríe para darme la intimidatoria cifra de mil pesetas. Mil pesetas, toda una fortuna, de dónde voy a sacar yo mil pesetas. V. elige otro cuento y dice que va a subir a su casa a pedir dinero a su madre para comprarlo. Yo hago lo mismo, aunque con poca fe. Mi padre está fumando en el balcón. Yo, como cualquier niña que quiere algo que no se atreve a confesar, me pongo a revolotear a su alrededor intentando encontrar el momento preciso. Me apoyo en la barandilla a la que casi no alcanzo y lanzo la pregunta: ¿me puedes dar mil pesetas? Mi padre se vuelve hacia mí con cara de pasmo: ¿para qué quieres tú mil pesetas? Entiendo que soy demasiado pequeña para semejante cantidad de dinero. Para un libro, digo a media voz. Mi padre se saca la cartera del bolsillo trasero y me dice que para un libro claro que me da mil pesetas. Miro el billete verde incrédula. Ha sido demasiado fácil. Lección dos: los libros son muy valiosos. Tanto que hacen que mi padre me dé un billete sin titubear. Sé que mi padre no es en absoluto consciente de lo mucho que va a marcar mi vida esa lección.

Ya en la librería, encontramos la estantería en la que se encuentran los libros de Isadora Moon. De los gordos, de los que quiere Candela, solo hay un tomo. Le echamos un ojo. Es una aventura de Isadora y su prima Mirabella. Ella parece decidida, así que ahora soy yo la que me pongo a ojear mesas y estantes en busca de mi propio botín. Elijo un par de libros. Candela se acerca hacia mí desde detrás, tratando de ocultar tras su espalda un enorme volumen más grande que ella. Me lo enseña tímida. Es una edición ilustrada de Ana la de Tejas Verdes. Le alabo el gusto porque la edición es preciosa, pero le digo que ese libro debe de ser muy caro. Veo cómo se entristece. Le cojo el libro de entre las manos y le digo que vamos a preguntar cuánto vale. Nos acercamos a la caja, la librera lo pasa por el lector de códigos de barra y nos dice lo que vale: treinta y dos euros, toda una fortuna. Es mi oportunidad de darle una lección valiosa a mi hija, una que espero sea tan indeleble como la que me dio sin querer mi padre. Le digo que se lo voy a regalar, que un libro tan hermoso, bien vale esa fortuna.